Creatividad e Inspiración: El Inconsciente y la Musa

Un post MUY largo, 
pero que  vale la pena saborear hasta el final. 
Cuando te parezca que se hizo largo, 
te recuerdo que podés dejarlo a mitad de camino, 
respirar hondo, espirar, 
dar una vuelta por la sala  
y darte tiempo para ir decantando lo que vas leyendo,
para poder llegar, si querés, hasta el final.


"La metáfora poetiza lo cotidiano,
transportando sobre la trivialidad de las cosas la imagen que asombra,
hace sonreir, enmudece, maravilla incluso (...)
Hace navegar al espíritu humano a través de las sustancias,
atravesando los tabiques que encierra cada sector de la realidad,
y franquea las fronteras entre lo real y lo imaginario"
Edgar Morin

  
Cómo alimentar 
a una musa
y conservarla?


por Ray Bradbury  (1961)    


No es fácil. Nadie lo ha hecho nunca de un modo sistemático. Los que más se esfuerzan acaban ahuyentándola al bosque.


Los que le vuelven la espalda y se pasean despreocupados, silbando bajito entre dientes, la oyen andar tras ellos con cautela, atraída por un desdén cuidadosamente adquirido.


Por supuesto, hablamos de La Musa.


El término ha desaparecido del lenguaje de nuestro tiempo. Las 
más de las veces sonreímos al oído y evocamos imágenes de una frágil diosa griega cubierta de helechos, arpa en  mano, acariciando la frente de nuestro sudoroso Escriba.


La Musa, entonces, es la más asustadiza de las vírgenes. Se sobresalta al menor
ruido, palidece si uno le hace preguntas, gira y se desvanece si uno le perturba el 
vestido. ¿Qué la aflige?, se preguntarán ustedes. ¿Por qué la estremece una mirada?
 ¿De dónde viene y adónde va? ¿Cómo lograr que nos visite por períodos más largos? ¿Qué
temperatura la complace? ¿Le gustan las voces fuertes o suaves? ¿Dónde se le compra
el alimento, de qué calidad y cuánto, y a qué horas come?


Podemos empezar parafraseando un poema de Oscar Wilde, 
sustituyendo la palabra «Arte» por «Amor»:


El Arte escapará si tu mano es floja,
y morirá si aprietas demasiado.
Mano leve, mano fuerte, ¿ cómo saber
si retengo el Arte o lo he soltado?





Que cada cual reemplace, si quiere, «Arte» por «Creatividad», o «Inconsciente» o
«Ardor», o cualquier palabra que describa lo que ocurre cuando uno gira como una rueda
de fuego y un relato «sucede».


Quizás otra forma de describir a La Musa sería reexaminar esas pequeñas motas de
luz, esas etéreas burbujas que cruzan flotando la visión de todos, diminutas pecas en la
lente externa y transparente del ojo. Inadvertidas años enteros, pueden volverse de 
pronto insoportablemente molestas, interrumpirnos a cualquier hora del día. 
Se entrometen y arruinan lo que se está mirando. El problema de las «manchitas» ha 
llevado a más de uno al médico. El inevitable consejo es: no les haga caso y se irán. 
Lo cierto es que no se van; se quedan, pero, más allá de ellas, uno se concentra 
en el mundo y sus cambiantes objetos, como es debido.


Lo mismo con nuestra Musa. 
Si ponemos la atención más allá de ella, recupera el
aplomo y se aparta.


Es mi opinión que para Conservar a una Musa, primero hay que ofrecerle comida.


Cómo se alimenta algo que todavía no está ahí es un poco difícil de explicar. 
Pero vivimos en un clima de paradojas. Una más no debería hacernos daño.


El hecho es harto simple. A lo largo de la vida, ingiriendo comida y agua,
construimos células, crecemos y nos volvemos más grandes y sustanciosos. 


Lo que no era, ahora es. El proceso no se puede detectar. Sólo se percibe a intervalos. 
Sabemos que está sucediendo, pero no muy bien cómo ni por qué.


De modo parecido, a lo largo de la vida nos llenamos de sonidos, visiones, olores,
sabores y texturas de personas, animales, paisajes y acontecimientos grandes y
pequeños. Nos llenamos de impresiones y experiencias y de las reacciones que nos
provocan. Al inconsciente entran no sólo datos empíricos sino también datos 
reactivos, nuestro acercamiento o rechazo a los hechos del mundo.






De esta materia, de este alimento se nutre La Musa. Ése es el almacén, el archivo,
al que hemos de volver en las horas de vigilia para cotejar la realidad con el recuerdo, y
en el sueño para cotejar un recuerdo con otro, lo que significa un fantasma con otro, y
exorcizarlos si hace falta.


Lo que para todos los demás es El Inconsciente, para el escritor se convierte en La
Musa. Son dos nombres de lo mismo. Pero independientemente de cómo lo llamemos, 
allí está el centro del individuo que fingimos encomiar, al que alzamos altares y de la boca
para afuera lisonjeamos en nuestra sociedad democrática. 


Porque sólo en la totalidad de su propia experiencia, que archiva y olvida, 
es cada hombre  realmente distinto de todos los demás. Pues nadie asiste en su vida a los mismos acontecimientos  en el mismo orden. Uno ve la muerte antes que otro, o conoce el amor más temprano. Cuando dos hombres ven el mismo accidente, cada uno lo archiva con diferentes referencias, en otro lugar de su alfabeto único. En el mundo no hay cien elementos; hay dos billones. Cada uno dejará una marca diferente en espectroscopios y balanzas.


Sabemos qué nuevo y original es cada hombre, incluso el más lerdo e insípido. 


Mi padre y yo no fuimos realmente grandes amigos hasta muy tarde. El lenguaje, el
pensamiento cotidiano de él no era muy excepcional, pero bastaba que yo dijera «Papá
cuéntame cómo era Tombstone cuando tenías diecisiete años», o «¿Y los trigales de
Minnesota cuando tenías veinte?», para que papá se largara a hablar de cómo había
huido de su casa a los dieciséis, rumbo al oeste a comienzos de este siglo, antes de que
se fijaran las fronteras, cuando en vez de autopistas sólo había sendas de caballo y vías
de tren y en Nevada arreciaba la Fiebre del Oro.


El cambio en la voz de papá, la aparición de la cadencia o las palabras justas, no sucedía en el primer minuto, ni en el segundo ni en el tercero. Sólo cuando había hablado cinco o seis minutos, y encendido la pipa, volvía de pronto la antigua pasión, los días pasados, las viejas melodías, el tiempo, la apariencia del sol, el sonido de las voces, los furgones surcando la noche profunda, los barrotes, los raíles estrechándose detrás en polvo dorado a medida que adelante se abría el Oeste: todo, todo, y allí la cadencia, el momento, los muchos momentos de verdad y por lo tanto de poesía.


De pronto La Musa se había presentado a papá.


La Verdad se le acomodaba en la mente.


El Inconsciente se ponía a decir lo suyo, intacto, y le fluía por la lengua.


Como debemos hacer nosotros cuando escribimos.


Como podemos aprender de todo hombre, mujer o niño de alrededor, cuando,
conmovidos y emocionados, cuentan algo que hoy, ayer o algún otro día los despertó al
amor o al odio. En algún momento, después de chisporrotear húmedamente, la mecha destella  y empiezan los fuegos artificiales.


Ah, para muchos es un trabajo duro y difícil meterse con el lenguaje. Pero yo he oído
a granjeros hablar de su primera cosecha de trigo en la primera granja de un estado,
recién llegados de otro, y aunque no eran Robert Frost parecían su primo tercero. He oído
a conductores de locomotora hablar de América en el tono de Thomas Wolfe, que recorrió
nuestro país con estilo como lo recorrían ellos con acero. He oído a madres contar la
larga noche de su primer parto y el miedo de que el bebé muriese. Y he oído a mi abuela
hablar de la primera pelota que tuvo, a los siete años. Y, cuando se les entibiaban 
las almas, todos eran poetas.


Si parece que he tomado el camino más largo, quizá sea así.


Pero quería mostrar qué llevamos todos dentro, eso que siempre ha estado allí y tan pocos nos molestamos en tener en cuenta. Cuando la gente me pregunta de dónde saco las ideas me da risa. Qué extraño... Tanto nos ocupa mirar fuera, para encontrar formas y medios, que olvidamos mirar dentro.


Para recalcar la cuestión, pues, La Musa está ahí, almacén fantástico, todo nuestro
ser. Todo lo más original sólo espera que nosotros lo convoquemos. Y sin embargo sabemos que no es tan fácil. Sabemos cuán frágil es la trama tejida por nuestros  padres o tíos o amigos, a quienes una palabra equivocada, un portazo o una sirena de bomberos pueden destruir el momento. Así también, el embarazo, la timidez o el recuerdo 
de las críticas pueden endurecer a la persona media de modo que cada vez sea menos capaz de abrirse.


Digamos que todos nos hemos alimentado de la vida, primero, y más tarde de libros
y revistas. La diferencia es que una de esas series de acontecimientos nos sucedió, y la
otra fue alimentación deliberada.


Si vamos a poner nuestro inconsciente a dieta, ¿cómo preparar el menú?


Bien, la lista podría empezar así:


Lea usted poesía todos los días. La poesía es buena porque ejercita músculos que
se usan poco. Expande los sentidos y los mantiene en condiciones óptimas. Conserva la
conciencia de la nariz, el ojo, la oreja, la lengua y la mano. Y, sobre todo, la poesía es
metáfora o símil condensado. Como las flores de papel japonesas, a veces las 
metáforas se abren a formas gigantescas. En los libros de poesía hay ideas por todas 
partes; no obstante, qué pocos maestros del cuento recomiendan curiosearlos.


¿Qué poesía? Cualquiera que ponga de punta el pelo de los brazos. No se esfuerce
usted demasiado. Tómeselo con calma. Con los años puede alcanzar a T. S. Eliot,
caminar junto con él e incluso adelantársele en su camino a otros pastos. ¿Dice que no
entiende a Dylan Thomas? 


Bueno, pero su ganglio sí lo entiende, y todos sus hijos no
nacidos.


Léalo con los ojos, como podría leer a un caballo libre que galopa por un prado
verde e interminable en un día de viento.


¿Qué más conviene a nuestra dieta?


Libros de ensayo. También aquí escoja y seleccione, paséese por los siglos. En los
tiempos previos a que el ensayo se volviera menos popular encontrará mucho que
escoger.


Nunca se sabe cuándo uno querrá conocer pormenores sobre la actividad del
peatón, la crianza de abejas, el grabado de lápidas o el juego con aros rodantes. Aquí es
donde hará el papel de diletante y obtendrá algo a cambio. Porque, en efecto, estará
tirando piedras a un pozo. Cada vez que oiga un eco de su Inconsciente se conocerá un
poco mejor. De un eco leve puede nacer una idea. De un eco grande puede resultar un
cuento.


Busque libros que mejoren su sentido del color, de la forma y las medidas del
mundo. ¿Y por qué no aprender sobre los sentidos del olfato y el oído? A veces sus
personajes necesitarán usar nariz y orejas para no perderse la mitad de los olores y
sonidos de la ciudad, y todos los sonidos del páramo libres aún en los árboles y la hierba
de los parques.


¿Por qué esta insistencia en los sentidos? Porque para convencer al lector 
de que está ahí hay que atacarle oportunamente cada sentido con colores, sonidos, sabores y texturas. Si el lector siente el sol en la carne y el viento agitándole
las mangas de la camisa, usted tiene media batalla ganada. 


Al lector se le puede hacer creer el cuento más
improbable si, a través de los sentidos, tiene la certeza de estar en medio de los hechos.
Entonces no se rehusará a participar. La lógica de los hechos siempre da paso a la lógica
de los sentidos. 


Poesía, ensayos. ¿Y qué de los cuentos y las novelas? Por supuesto. Lea a los
autores que escriben como espera escribir usted, que piensan como le gustaría pensar.
Pero lea también a los que no piensan como usted ni escriben como le gustaría, y déjese
estimular así hacia rumbos que quizá no tome en muchos años. Una vez más, no permita
que el esnobismo ajeno le impida leer a Kipling, por ejemplo, porque no lo lee nadie más.


Vivimos en una cultura y una época tan inmensamente ricas en basura 
como en tesoros. En ocasiones es un poco difícil diferenciar la basura del tesoro, así que nos contenemos, temerosos de pronunciarnos. Pero como queremos darnos consistencia, recoger verdades a muchos niveles y de muchas maneras, probamos en la vida y probar las verdades de otros que se nos ofrecen en tiras cómicas, shows televisivos, libros,
revistas, periódicos, obras de teatro y películas, no debemos temer que nos vean en mala
compañía. Siempre me he sentido en buenos términos con el «Pequeño Abner» de Al
Capp. Creo que Charlie Brown puede enseñarnos mucho de psicología infantil. En los hermosos dibujos del «Príncipe Valiente» de Hal Foster hay todo un mundo de aventura romántica. De niño yo coleccionaba esa maravillosa tira de J. C. Williams sobre la clase media norteamericana, «A nuestro modo», que quizá más tarde haya influido en mis libros. Tanto soy el Charlie Chaplin de Tiempos modernos en 1935 como el amigo-lector de Aldous Huxley en 1961.


No soy una sola cosa. Soy muchas cosas que Norteamérica ha sido en mi tiempo. Fui lo suficientemente sensato como para no dejar de moverme, aprender, crecer. Y nunca he abjurado de las cosas que me alimentaron ni les he vuelto la espalda. Aprendí de Tom Swift y aprendí de George Orwell.


Me deleité con el Tarzán de Edgar Rice Burroughs (y sigo respetando esa vieja
delicia y no me lavarán el cerebro) como me deleito hoy con las Cartas del Diablo a su Sobrino de C. S. Lewis.


He conocido a Bertrand Russell y he conocido a Tom Mix, y mi Musa ha crecido en
el abono de lo bueno, lo malo y lo indiferente. Soy una criatura capaz de recordar 
con amor no sólo los frescos de Miguel Ángel en el Vaticano sino también los sonidos hace
tanto tiempo muertos del programa de radio «Vic y Sade».


¿Cuál es la pauta que mantiene todo esto unido? Si he alimentado a mi Musa con partes iguales de basura y tesoros, ¿cómo he llegado al cabo de la vida con historias 
que algunos consideran aceptables?


Pienso que hay un nexo. Todo lo que hice fue hecho con entusiasmo, porque quería, porque hacerlo me encantaba. 


El hombre más grande del mundo, un día, fue para mí Lon
Chaney, fue Orson Welles en Ciudadano Kane, fue Laurence Olivier en Ricardo III


Cambian los hombres, pero hay algo que sigue siempre igual: la fiebre, 
el ardor, la delicia. Porque quería hacerlo, lo hice. La calidad de cada evento fue inmensamente diferente, pero mi capacidad de beber la misma.


Esto no significa que en distintos momentos uno tenga que reaccionar a todo de
igual forma. Por empezar es imposible. 


A los diez uno acepta a Verne y rechaza a Huxley.
A los dieciocho acepta a Thomas Wolfe y deja atrás a Buck Rogers. A los treinta descubre
a Melville y pierde a Thomas Wolfe.


Permanece la constante: la búsqueda, el encuentro, la admiración, el amor, la
respuesta sincera a los materiales accesibles, por muy raídos que parezcan, cuando un día se vuelve a mirarlos. 


Así pues, la Alimentación de la Musa, a la cual hemos dedicado aquí la mayor parte
del tiempo, me parece una continua persecución de amores, una comparación de esos amores con las necesidades presentes y futuras, un paso de texturas simples a complejas, de ingenuas a informadas, de no intelectuales a intelectuales. Nada se pierde nunca. Si uno ha transitado vastos territorios y se ha atrevido a amar tonterías, habrá aprendido hasta de los artículos más primitivos que alguna vez recogió y descartó. 


Una curiosidad errante por todas las artes, de la mala radio al buen teatro, de las canciones de cuna a la sinfonía, de la choza en la selva al Castillo de Kafka, siempre encontrará una excelencia básica que discernir, una verdad que guardar, saborear y utilizar más tarde, algún día. Hacer todo eso es ser una criatura de su tiempo.


No dé la espalda, por dinero, al material que ha acumulado en una vida.
No dé la espalda, por la vanidad de las publicaciones intelectuales, a lo que usted
es; al material que lo hace singular, y por tanto indispensable a los otros.


Para alimentar a su Musa, pues, es preciso que usted siempre haya tenido hambre de vida, desde niño. De lo contrario es un poco tarde para empezar. Claro que mejor tarde que nunca. ¿Aún se siente dispuesto?


De ser así, tendrá que dar largos paseos nocturnos por su ciudad o su pueblo, o
paseos de día por el campo. Y largos paseos, a cualquier hora, por librerías y bibliotecas.


Y, mientras la alimentamos, el último problema es cómo conservar a la Musa.






La Musa debe tener forma. Escribirá usted mil palabras al día durante diez o veinte
años a fin de modelarla, aprendiendo gramática y el arte de la composición hasta que se
incorporen al Inconsciente sin frenar ni distorsionar a la Musa.


Viviendo bien, observando a medida que vive, leyendo bien y observando a medida que lee, usted ha nutrido su Identidad Más Original.




Mediante el entrenamiento, el ejercicio repetido, la imitación y el buen ejemplo ha creado 
un lugar limpio y bien iluminado para conservar a la Musa. Le ha dado, a él, ella o lo que 
sea, espacio para que se vuelva y revuelva. Y a través del entrenamiento ha llegado 
a aflojarse y ya no tiene una mirada fija y descortés cuando la inspiración 
entra en el cuarto. Ha aprendido a ir de inmediato a la máquina y conservar para
siempre la inspiración poniéndola en papel. y ha aprendido a responder a la pregunta que hicimos al comienzo:


¿La creatividad prefiere las voces fuertes o suaves?


La que más le gusta, parece, es la voz fuerte, apasionada.


La voz que se alza del conflicto, la comparación de contrarios. 


Siéntese frente a su máquina, elija personajes de varios tipos, échelos a volar juntos con gran estrépito. 


En un abrir y cerrar de ojos surgirá su personalidad secreta. A todos nos gusta la decisión, la convicción; cualquiera que alce la voz a favor, que la alce en contra.


Lo cual no significa excluir la historia tranquila. Una historia tranquila puede
entusiasmar y apasionar tanto como cualquier otra. En la calma y quieta belleza de una Venus de Milo hay entusiasmo. 


Aquí el espectador es tan importante como la cosa vista.


Tenga esto por seguro: cuando habla el amor sincero, cuando empieza la
admiración franca, cuando surge el entusiasmo, cuando el odio se riza como humo, no
hay duda de que la creatividad se quedará con usted toda la vida. 


El centro de su creatividad ha de ser el mismo que el centro de la historia y del personaje principal de la historia. ¿Qué quiere su personaje, cuál es su sueño y qué forma tiene, cómo 
se expresa? Una vez dada, esa expresión será el motor de la vida del personaje, y de la suya
como Creador. En el momento exacto en que irrumpe la verdad, el inconsciente cambia de archivo de desperdicios a ángel que escribe en un libro de oro.






Mírese, entonces. Pondere aquello que lo ha alimentado durante años. ¿Fue un
banquete o una dieta de inanición?


¿Quiénes son sus amigos? ¿Creen en usted? ¿O le atrofian el crecimiento a fuerza
de ridículo e incredulidad?


Si éste es el caso, usted no tiene amigos. Vaya a encontrar alguno.






Y por último, ¿se ha entrenado lo suficiente como para poder decir lo que quiere sin
sentirse maniatado? ¿Ha escrito lo bastante como para estar relajado y permitir que la
verdad salga sin que la arruinen poses afectadas ni la cambien el deseo de hacerse rico?


Alimentarse bien es crecer. Trabajar bien y constantemente es mantener en
condición óptima lo que se ha aprendido y se sabe. Experiencia. Labor. Son las dos caras
de la moneda que cuando gira de canto no es ni experiencia ni trabajo sino el momento
de la revelación. Por ilusión óptica, la moneda se vuelve redonda, brillante, un
arremolinado globo de vida. Es el momento en que la hamaca del porche cruje levemente
y una voz habla. Todos contienen el aliento. La voz se eleva y cae. Papá habla de otros
años. De sus labios surge un fantasma. Agitándose, el inconsciente se restriega los ojos.
La Musa se aventura a los helechos que hay bajo el porche, desde donde, dispersos en la
hierba, escuchan los muchachos del verano. Las palabras se vuelven poesía que a nadie
importa, porque nadie ha pensado llamarla así. 


He aquí el tiempo. He aquí el amor.  He aquí el cuento. 
Un hombre bien alimentado guarda y serenamente  da cauce 
a su infinitesimal porción de eternidad. 


En la noche estival parece  grande. 


Y lo es, como lo fue siempre en todas las edades, 
cuando hubo un hombre con  algo que contar y otros, 
tranquilos y sabios, que escucharan.


Ejercicio para invitar a la musa a acercarse:


La primera estrella de cine que recuerdo es ____________________
Lo primero que dibujé fue un _______________________________
Lo primero que recuerdo haber temido fueron ___________________
Las primeras historias que leí fueron ___________________________
La primera vez que me alejé de casa fue para ir a __________________
La primera vez que elegí una profesión fue la de ___________y yo tenía_______ años.


Henri Matisse - Ventana Abierta





Fuente: Adaptación/Fragmentos de "Cómo alimentar a una musa y conservarla?"  por Ray  Bradbury en  "ZEN EN EL ARTE DE ESCRIBIR" (1961) - Seleccionados por Alejandra Ferreir